Los circuitos teatrales en Buenos Aires no son compartimentos estancos. Esto no es ninguna novedad, pero, en general, los espectadores estamos más cerca de ciertas propuestas que de otras. Y por éstas que son las "otras", la mayor parte de las veces, ni siquiera nos sentimos interpelados.
Yo tuve la suerte de escuchar (y creerle) a un alumno, rosarino él, que había seguido a Juan Pablo Geretto por aquellos lares.
Seguramente los lectores de Alternativa Teatral entenderán lo que digo: un espectáculo en el que uno se cruza con las divas más televisivas me llevó a pensar: "o les interesa a ellas o me interesa a mí". Pero el prejuicio en el teatro, como en la vida, no es realmente una buena compañía.
Juan Pablo Geretto no sólo es un excelente actor, sino que su dramaturgia y su dirección alcanzan el mismo nivel de excelencia.
El escenario surge vacío y bello, iluminación mediante. Unos maniquíes ocupan débilmente el despojado escenario. Tres mujeres, por turno, se harán cargo de un diálogo con el público, se encargarán de revelar un retazo de su historia. Geretto se transforma en personaje ante los espectadores, mostrando que no hay otra cosa que puro artificio. Uno lo ve vestirse, acomodarse la ropa, la peluca, y sin embargo, cuando comienza a hablar uno se olvida de la transformación. El actor ha desaparecido y en su lugar sólo queda Ana, Ana y el perrito.
El discurso oscila entre la ingenuidad y el más puro sentido común. Organizando una pequeña biografía juega con la identificación del público, reflexiona sobre la verdad, la soledad y otras cuestiones, sin que uno sepa si reír sin parar o conmoverse.
De los tres personajes es ése el más conmovedor y es en el que Geretto más trabaja la oscilación entre la risa, la sonrisa y la lágrima contenida. Luego recurre al mecanismo del principio: se cambia, guarda la máscara y el personaje se oculta dentro del maniquí. Pero Juan Pablo Geretto demuestra afecto por el personaje que construyó. Justamente cuando no hay más que artificio, donde alguien se viste y se desviste, conjura a un personaje y lo despide. En el momento de la despedida le otorga autonomía, como si lo guardara allí, amorosamente, en el maniquí, y en ese acto el personaje se escindiera de aquel que lo creó.
Nelly y Chuky son divertidas, de humor más negro una, un poco más áspera la otra. Probablemente se las pueda leer como una posición algo más crítica.
Pero los personajes no son lo único que articula el espectáculo, que no concluye con el acto de encerrar levemente a los personajes en los maniquíes.
Juan Pablo Geretto presenta su presunta biografía y construye una infancia, tal vez la suya, absolutamente conmovedora. La de un chico confundido con los juguetes, la de unos grandes también confundidos (si hasta se hace presente la señorita que describe ¿se la imaginan?) con la mejor buena voluntad, tratando de acercarlo al sector de los autitos y alejándolo del deseado rincón de la casita.
La propuesta nos va a ofrecer dos sorpresas más: una en interacción con el público, una invitación a volver a ser niño y, como tal, a confiar. En esa instancia ya no hay actor, sino un mago capaz de transformar la indiferencia o la vergüenza en certidumbre.
La otra sorpresa es un homenaje a las madres, que realmente hace salir a los espectadores de la sala con el corazón transformado, aunque sea por un ratito.
Si uno observa estas palabras, encontrará que aparecen como generales sensaciones que, en sentido estricto, sólo pueden ser individuales. De los efectos ¿cómo dar cuenta?
Pero las divas televisivas salían con la misma cara de felicidad que uno y un signo es un signo, al fin y al cabo.